martes, 1 de septiembre de 2009

Silencio en la isla desierta

CUATRO

Estábamos desfallecidos. El abatimiento y el miedo se habían apoderado de nuestros corazones y nos nublaban la razón.

Saltamos a la orilla con el agua hasta el cuello y alcanzamos tierra firme con un sentimiento confuso de recelo y esperanza. El barco había quedado asentado unos metros atrás, volcado hacia estribor, con la proa medio destrozada enclavada en la arena. Si la corriente o las mareas no lo arrastraban mar adentro, más adelante podríamos recuperar las escasas pertenencias que pudieran sernos útiles. Ya que todo estaba perdido no teníamos nada que perder.

Tras discutir la situación, nos dividimos en tres grupos para hacer una primera inspección sobre el terreno. No teníamos ni idea de dónde estábamos, no llevábamos armas ni agua, ni sabíamos qué podríamos encontrarnos, ni si serviría allí el poco dinero o la escasa documentación que alguno conservaba aún en los bolsillos, pero el instinto de supervivencia nos obligaba a no quedarnos allí parados.

Todavía estaba el cielo encapotado y la visibilidad era escasa. El silbido racheado del viento y el sordo rumor de las olas vaciándose en la orilla hacían resaltar como latigazos el tono patético de nuestras voces angustiadas.

Un primer grupo se dirigió a la izquierda por la orilla; otro, a la derecha; y el tercero, en el que me encontraba yo, nos encaminamos tierra adentro. Habíamos quedado en encontrarnos de nuevo frente al barco en un par de horas. Ya decidiríamos qué hacer si alguno de los grupos no volvía.

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