lunes, 24 de agosto de 2009

Silencio en la isla desierta

TRES

No se veía nada desde cubierta.

La furia del cielo se ceñía sobre nosotros, zarandeándonos, haciendo inútiles nuestros esfuerzos por achicar el agua que inundaba la sentina. El estruendo de los truenos ahogaba los gritos con los que desesperadamente intentábamos comunicarnos, darnos órdenes, comprobar que aún permanecíamos vivos y enteros todos a bordo.

Un crujido escalofriante sacudió las cuadernas del barco, que detuvo su deriva justo cuando parecía que se iba a pique. Por fortuna, en el último momento, habíamos dado con tierra.

Golpeados desde estribor por unas olas cada vez menos violentas a medida que remitía el huracán, habíamos encallado en un banco de arenas poco profundas, aunque pronto descubrimos que se trataba de la barra de una pequeña isla desierta.

Agotados, nos miramos y nos abrazamos con los ojos llenos de lágrimas, sin dar crédito aún a la idea de no habernos hundido en el océano.

No sabíamos cómo conseguiríamos sobrevivir, pero al menos no íbamos a ser engullidos por las aguas, ni nuestros cuerpos devorados por los peces.

martes, 18 de agosto de 2009

Silencio en la isla desierta

DOS

Habíamos navegado a la deriva un largo tiempo azotados por el temporal, perdidos en medio del océano, sin saber dónde nos encontrábamos.

Los motores habían fallado y se había abierto una vía de agua: la embarcación apenas resistía los envites de las enormes olas.

Esa noche, la tripulación había huido en los botes salvavidas.

Nos habían abandonado a nuestra suerte, mintiéndonos acerca de falsas promesas de reparaciones, ideando ardides e incluso empleando amenazas y desplantes; y cuando, aturdidos por la galerna, nos pudimos dar cuenta y quisimos reaccionar ya era demasiado tarde.

Aunque algunos lo habían advertido tras la expresión impenetrable de sus rostros y en la ambigüedad de sus palabras, los demás no queríamos ni imaginarlo. Se habían largado como ratas. Nos habían traicionado.

En plena tormenta, los sistemas de comunicación apenas consiguieron funcionar unos días, los suficientes para lanzar un constante SOS.

Pero nadie parecía oír nuestro desesperado grito de socorro.