lunes, 28 de septiembre de 2009

Silencio en la isla desierta

OCHO

Lo primero que hicimos fue rescatar todo cuanto pudiera sernos útil del barco, al que habíamos asegurado mediante unos cabos amarrados a los árboles cercanos a la orilla.

Espoleados por la necesidad, animándonos unos a otros, llevamos a tierra las pocas provisiones que quedaban, herramientas, un par de armas y munición que la tripulación había olvidado en su huida, el botiquín, la ropa... Almacenamos bajo un saliente de las rocas lo que podría servir más adelante. Pese a lo precario de nuestra situación, mantenernos activos nos ayudaría a llegar cansados al finalizar el día, y a no dejarnos arrastrar por la consternación.

Los escasos datos que habíamos reunido sobre la orografía de la isleta nos ayudaron a elegir un emplazamiento para instalarnos. Era una explanada amplia sin arboleda orientada al sur, en la falda de la colina central, cercana al caño de agua potable y desde la que dominábamos una buena extensión de la costa. Estaba protegida de los vientos y no parecía que fuera a anegarse en caso de lluvias torrenciales.

Con toldos y palos levantamos unas tiendas que nos valdrían como refugio para las noches, nos las ingeniamos para instalar una especie de cocina de campaña, excavamos letrinas y acondicionamos la zona del manantial para aprovisionarnos de agua y asearnos.

Casi no nos atrevíamos a mirarnos a la cara, para no ver reflejada nuestra angustia en los rostros de los demás.

martes, 22 de septiembre de 2009

Silencio en la isla desierta

SIETE


La isla era de una belleza admirable, como una postal turística.

Al sur, una extensa playa de fina arena blanca bordeada por los cocoteros podría valer de reclamo publicitario para una agencia de viajes. Allí estaban varados los restos del barco, a no más de unos veinte minutos del lugar en el que habíamos hallado el caño de agua. A su alrededor había abundante vegetación verde, lo que nos hizo concebir la esperanza de que no se secaría en todo el año, aunque tan pronto como brotaba el agua desde lo alto de la roca volvía a ser absorbida por la arena, dejando apenas un cerco encharcado.

Al norte la costa era más escarpada, formando un pequeño acantilado desde el que podíamos contemplar las rocas puntiagudas que emergían a distintas profundidades. Por fortuna la tempestad nos había arrastrado lejos de aquellos farallones, contra los que el barco hubiera terminado destrozado.

Hacia poniente la pared de piedra volcánica se abría en herradura formando un pequeño abrigo.

Desde la parte más alta del farallón veíamos las fascinantes formaciones de arrecifes de coral que surgían por el este.

Aquel escenario, idílico y paradisíaco, podía sin embargo terminar en convertirse, si nada lo remediaba, en una lóbrega prisión, o peor incluso, en nuestra propia sepultura.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Silencio en la isla desierta

SEIS

No era fácil decidir qué hacer.

Desmontar los restos de la barca para conseguir leña o levantar una choza suponía perder la posibilidad de volver a hacernos a la mar. Pero navegar en esas condiciones, incluso reparando en la medida de lo posible los desperfectos de la nave, nos condenaba a una muerte segura por inanición en medio del océano.

La primera noche en la isla fue muy fría. Casi todos sufrimos pesadillas y apenas logramos descansar, dándole vueltas cada uno en su cabeza a todo: por qué nos habíamos embarcado en ese viaje, por qué habíamos confiado en aquella tripulación...

Nada de eso tenía ahora la más mínima importancia. Ya habría oportunidad de lamentarse y de comprenderlo más adelante. En aquel momento, lo único importante, y urgente, era sobrevivir.
Ninguno teníamos conocimiento de las constelaciones del hemisferio sur, por lo que nos resultó imposible determinar nuestra posición.

Al amanecer, la bruma tardó en despejarse y el sol en calentar nuestros huesos ateridos por la humedad. Fui a beber al manantial. No me resultó sencillo volver a encontrarlo en medio de la espesa niebla. Teníamos que empezar a decidir cómo organizar nuestras vidas en las condiciones en las que nos encontrábamos.

martes, 8 de septiembre de 2009

Silencio en la isla desierta

CINCO

Tras andar una media hora por entre la maleza, vigilantes, no descubrimos huella alguna de civilización. Un profundo y siniestro silencio atenazaba nuestras gargantas y se extendía alrededor.

Subimos una ladera hasta alcanzar la base de unos riscos por los que habría que trepar con alguna dificultad para llegar a la cima, por lo que decidimos rodearlos y dejar la escalada para otra ocasión.

Alcanzamos una pequeña planicie desde la que podíamos ver en la distancia los restos del barco y las figuras lejanas de uno de los grupos avanzando por la playa. El día por fin se despejó y la luz del sol hizo brillar todo el paisaje de forma radiante. A nuestros pies, el verde intenso de la vegetación húmeda y, en el horizonte, la inmensidad del mar azul y la inmensidad del cielo azul, salpicados aquí y allá por el blanco de algunas nubes dispersas o de ligeros destellos de la espuma de las olas. Nadie hubiera dicho que horas antes aquel bello paisaje era la viva imagen del infierno.

Un pequeño hilo de agua dulce brotaba entre unas rocas en el centro del islote, cuya extensión podía alcanzarse con la mirada. Pero a simple vista apenas había alimentos, tan sólo unos cocos y las hierbas que brotaban a la sombra de los árboles. El agua parecía potable, aunque su sabor era ligeramente salobre. Las provisiones que quedaban a bordo, bien administradas, durarían un par de semanas.

Cualquier opción de supervivencia parecía remota a no ser que consiguiéramos comida o que alguien nos encontrara.

martes, 1 de septiembre de 2009

Silencio en la isla desierta

CUATRO

Estábamos desfallecidos. El abatimiento y el miedo se habían apoderado de nuestros corazones y nos nublaban la razón.

Saltamos a la orilla con el agua hasta el cuello y alcanzamos tierra firme con un sentimiento confuso de recelo y esperanza. El barco había quedado asentado unos metros atrás, volcado hacia estribor, con la proa medio destrozada enclavada en la arena. Si la corriente o las mareas no lo arrastraban mar adentro, más adelante podríamos recuperar las escasas pertenencias que pudieran sernos útiles. Ya que todo estaba perdido no teníamos nada que perder.

Tras discutir la situación, nos dividimos en tres grupos para hacer una primera inspección sobre el terreno. No teníamos ni idea de dónde estábamos, no llevábamos armas ni agua, ni sabíamos qué podríamos encontrarnos, ni si serviría allí el poco dinero o la escasa documentación que alguno conservaba aún en los bolsillos, pero el instinto de supervivencia nos obligaba a no quedarnos allí parados.

Todavía estaba el cielo encapotado y la visibilidad era escasa. El silbido racheado del viento y el sordo rumor de las olas vaciándose en la orilla hacían resaltar como latigazos el tono patético de nuestras voces angustiadas.

Un primer grupo se dirigió a la izquierda por la orilla; otro, a la derecha; y el tercero, en el que me encontraba yo, nos encaminamos tierra adentro. Habíamos quedado en encontrarnos de nuevo frente al barco en un par de horas. Ya decidiríamos qué hacer si alguno de los grupos no volvía.