martes, 22 de septiembre de 2009

Silencio en la isla desierta

SIETE


La isla era de una belleza admirable, como una postal turística.

Al sur, una extensa playa de fina arena blanca bordeada por los cocoteros podría valer de reclamo publicitario para una agencia de viajes. Allí estaban varados los restos del barco, a no más de unos veinte minutos del lugar en el que habíamos hallado el caño de agua. A su alrededor había abundante vegetación verde, lo que nos hizo concebir la esperanza de que no se secaría en todo el año, aunque tan pronto como brotaba el agua desde lo alto de la roca volvía a ser absorbida por la arena, dejando apenas un cerco encharcado.

Al norte la costa era más escarpada, formando un pequeño acantilado desde el que podíamos contemplar las rocas puntiagudas que emergían a distintas profundidades. Por fortuna la tempestad nos había arrastrado lejos de aquellos farallones, contra los que el barco hubiera terminado destrozado.

Hacia poniente la pared de piedra volcánica se abría en herradura formando un pequeño abrigo.

Desde la parte más alta del farallón veíamos las fascinantes formaciones de arrecifes de coral que surgían por el este.

Aquel escenario, idílico y paradisíaco, podía sin embargo terminar en convertirse, si nada lo remediaba, en una lóbrega prisión, o peor incluso, en nuestra propia sepultura.

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