martes, 8 de septiembre de 2009

Silencio en la isla desierta

CINCO

Tras andar una media hora por entre la maleza, vigilantes, no descubrimos huella alguna de civilización. Un profundo y siniestro silencio atenazaba nuestras gargantas y se extendía alrededor.

Subimos una ladera hasta alcanzar la base de unos riscos por los que habría que trepar con alguna dificultad para llegar a la cima, por lo que decidimos rodearlos y dejar la escalada para otra ocasión.

Alcanzamos una pequeña planicie desde la que podíamos ver en la distancia los restos del barco y las figuras lejanas de uno de los grupos avanzando por la playa. El día por fin se despejó y la luz del sol hizo brillar todo el paisaje de forma radiante. A nuestros pies, el verde intenso de la vegetación húmeda y, en el horizonte, la inmensidad del mar azul y la inmensidad del cielo azul, salpicados aquí y allá por el blanco de algunas nubes dispersas o de ligeros destellos de la espuma de las olas. Nadie hubiera dicho que horas antes aquel bello paisaje era la viva imagen del infierno.

Un pequeño hilo de agua dulce brotaba entre unas rocas en el centro del islote, cuya extensión podía alcanzarse con la mirada. Pero a simple vista apenas había alimentos, tan sólo unos cocos y las hierbas que brotaban a la sombra de los árboles. El agua parecía potable, aunque su sabor era ligeramente salobre. Las provisiones que quedaban a bordo, bien administradas, durarían un par de semanas.

Cualquier opción de supervivencia parecía remota a no ser que consiguiéramos comida o que alguien nos encontrara.

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