lunes, 22 de junio de 2009

El día más largo del año

Eran cerca de las nueve y media de la noche.

El sol, grande y rojo en la distancia, se resistía a entrar en el mar y esconderse en él hasta que al amanecer volviera a asomar por el extremo opuesto.

Todavía hacía calor, mucho calor. No había dejado de soplar el levante desde hacía unos cuantos días.

Yo acababa de salir del agua. Generalmente a esa hora el mar ya está frío, y, al salir, la brisa te hiela el cuerpo y necesitas ponerte una camiseta.

Pero el sábado estaban ardiendo el mar y la tierra y el aire y todo.

Me senté en la arena sin ni siquiera secarme. Había cerca de treinta cañas de pescar preparadas en hilera en la orilla, separadas unos cinco metros entre una y otra.

De pronto, al final, el sol rozó el agua allá en el horizonte. En silencio, todo pareció empezar a hervir. El viento cambió en ese instante a poniente y el tiempo se detuvo de repente, se quedó colgando como una nota aguda en la memoria.

Primero una caña, después otra, y otra... los peces parecían buscar la forma de saltar fuera del agua, los pescadores no salían de su asombro, nunca habían visto nada igual. Bandadas de aves levantaron el vuelo, la arena se erizó y sentí un vértigo ahogado entre el estómago y el pecho.

Me di cuenta de que algo se había movido en el engranaje del planeta, con un ruido sordo y áspero y dulce a la vez.

Días después me contaron que ese sábado había sido el solsticio de verano.

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